Más de 500 familias gaditanas inician la pesca de la almadraba, un arte milenario que se transmite de padres a hijos

El rito ancestral arranca con un grito tosco: “¡Iza!”. Los atunes están dentro de la red. Bajo el agua, asoman enormes sombras que nadan veloces en círculo. El mar comienza a hervir. Tres buzos asoman con lo que parecen unas lanzas modernas. El agua vira del azul al rojo. Los gritos ya son ininteligibles. Los movimientos, enérgicos y precisos. La adrenalina corre por las venas de los 70 hombres que se citan en este cuadrado acotado por cuatro barcos. El espectáculo es salvaje. A ratos, bello; otros, hipnóticamente turbador.

“Esto es una tradición de guerreros”. Cuando recupera el resuello, Rafael Márquez —rostro moreno, sonrisa afable y 48 años— define así la ceremonia en la que él mismo acaba de participar. La almadraba de Zahara de los Atunes (Cádiz), de la que él es segundo capitán, acaba de realizar una de las levantás de esta temporada, ese arte de pesca antiguo que cada mes de mayo enfrenta a hombres con atunes de entre 200 y 400 kilos en épicas batallas diarias. Abuelos, padres e hijos nutren este negocio jalonado de tradición y saber oral que da de comer a más de 500 familias gaditanas.

Con la primavera, el preciado atún rojo pasa por el Estrecho de Gibraltar en su ruta migratoria desde el Atlántico. Allí se encuentra desde tiempos fenicios (siglo VIII a.C.) con un intrincado laberinto de redes efímeras que le da caza en el mar. Tras idas y venidas en los milenios y enfrentarse casi a la extinción en los años 70 del siglo XX, solo cuatro almadrabas sostienen hoy en España la tradición de pescar grandes túnidos con este método. Todas están concentradas en Cádiz: Barbate, Zahara, Tarifa y Conil. Empezaron a calar sus redes en febrero y ahora están listas para capturar las 1.340 toneladas que la Comisión Internacional para la Conservación del Atún Atlántico (Iccat) les permite para este 2019.

Aún no son las 9 de la mañana y en el cantil del puerto de Barbate, Miguel Malia, de 41 años, espera la salida de la flota que le llevará hasta una nueva levantá frente a la costa de Zahara. Es redero y se encarga de contabilizar los atunes pescados. Va junto a su padre, un hombre de mar de 64 años, afable pero de pocas palabras con quien comparte nombre, y su hermano, Juan Malia, de 36. “Esto es extremo. Fíjate si me gusta que lo tengo hasta tatuado”, explica mientras apura un cigarro y se arremanga para enseñar la almadraba y la aguja de redero que tiene dibujados en el antebrazo.

Almadraba. Sala de despiece

A los Malia la tradición les viene de su abuelo, también experto en remendar redes. De ahí se enganchó su padre. “El que le empujé al mar fui yo al nacer. Ahora está a punto de jubilarse, creo que sigue por mi”, tercia Miguel Malia, que se enroló en 2001. Hace ocho años, Juan completó el círculo al comenzar a trabajar como marinero en la misma almadraba.

Puestos heredados

No son una excepción; en la Organización de Productores Pesqueros de Almadraba (OPP) —que integra a los negocios de Conil, Tarifa y Zahara— muchos marineros son familia o heredaron su puesto. “Es como un contrato verbal de padres a hijos”, reconoce Ana Santos, bióloga de la OPP.

Márquez es la cuarta generación de la batalla con atunes que inició su bisabuelo. Para él no es un empleo cualquiera: “Eres almadrabero de nacimiento hasta que te haces almadrabero por trabajo”. Al segundo capitán esa oportunidad le llegó con la muerte de su padre Paco y hoy siente el peso de su linaje. “Esto tienes que mamarlo para que te duela. No puedo ser menos que mi padre y mi abuelo”, tercia emocionado. A Sergio García tampoco se le olvida esa responsabilidad. Su abuela Isabel Gamero manipulaba el pescado en el perdido poblado de Sancti Petri (en Chiclana). “La recompensa de estar aquí es seguir la tradición”, explica este marinero de 40 años.

Cuando las almadrabas pertenecían a los duques de Medina Sidonia —del medievo al siglo XVIII—, el trabajo era tan duro que los señores solo encontraban trabajadores en las capas más necesitadas de la población. Hoy la mejora de las condiciones laborales y el sueldo —ronda los 1.500 euros de media— lo hacen mucho más apetecible. En pueblos como Barbate, en los que el paro ronda el 41%, el empleo de almadrabero “es el más agradecido dentro de la pesca, duermen en casa y se gana bien”, explica Santos. Con todo, la levantá hace comprender rápido los apuros del oficio. “Y eso que esto es un paseíto para nosotros. Lo duro es calarla o levarla (cuando se preparan y se recogen los enseres en el mar)”, explica Malia.

Ha habido que preparar el copo —el final del laberinto de redes en el que los atunes quedan atrapados— y esperar al punto adecuado de la marea. Pasadas las 12.30 los atunes están dentro. En apenas hora y media, los 70 hombres cazan a 52 túnidos con disparos de luparas —un percutor que mata al animal por contacto—, los izan y conservan en agua-nieve en el Frialba I. De ahí, a tierra a ser ronqueados —como se conoce al despiece de este pescado-—y ultracongelados. Gadira, firma comercial de la OPP, venderá la mitad de la captura en España y Europa por precios de entre 14 y 60 euros por kilogramo. El resto irá a Japón.

En el puerto, decenas de barbateños esperan al desembarco de los atunes. “El pueblo marca sus tiempos con la almadraba”, asegura Santos. Hoy los Malia han llegado tarde y no han podido comer con su madre. “Es lo que ella peor lleva”, explica el hijo Miguel. Ese papel de familiar o trabajadora en tierra —en puestos de administración o manipulación— es el que, por ahora, este arte de pesca reserva a la mujer. Santos cree que es “quizás porque ellas no se lo han planteado”.

Pero el futuro promete cambios. Al almadrabero Paco Ortiz, el baúles, se le llena la boca imaginando que su hija, aún menor, continúe su oficio en el futuro: “Es que tiene mi sangre”. Quizás sea ella una de las sucesoras de este linaje milenario con sangre de atún de almadraba.

Fuente EL Pais